HUBO UN tiempo ya lejano en el que, justo al salir de casa, tenía a mi entera disposición las mejores librerías y libreros del universo. O casi. Me refiero a Logos y, muy en especial a su dueño, Domingo Perelló, de quien recuerdo que aceptó venderme a plazos el diccionario María Moliner, aunque yo, creo que agradecido por su gesto, se lo acabé comprando al contado. Me refiero a Casatomada, donde Horacio Alba dio a luz la revista del mismo nombre donde algunos amigos, como el granadino Raúl Ximénez, por ejemplo, lograron publicar sus primeras o, quizá, segundas lecciones magistrales. Me refiero, en fin, a Signe Llibres, donde Leonardo Sainz resistió vendiendo libros y promoviendo encuentros culturales hasta que el cuerpo y, quizá, el alma le dijeron basta. Todos esos lugares ya no existen.
En el pasaje donde vivo, donde parece, aunque no sea así, que he vivido toda la vida, ya no se respira, por lo tanto, el indescifrable perfume alquímico de los libros y, en su lugar, parece que la desolación más absoluta va tomando cuerpo y ocupando, poco a poco, todos los rincones. Es verdad que unos emprendedores paquistaníes han abierto un estupendo colmado que no cierra nunca, jamás, y que unos jóvenes, travestidos de monjes más o menos tibetanos -creo que estoy de coña, pero no estoy muy seguro- han ocupado un local para embriagarnos con el sabor añejo de su cultura milenaria. También es verdad que hace unos pocos años abrieron una pequeña tienda de vinilos, muy bien surtida, por cierto, pero también lo es, por desgracia, que en el pasaje ya no se respira la música de Antoni Torrandell (que es, a fin de cuentas, el músico que le da nombre) ni hay forma alguna, tampoco, de adentrarse en las estanterías prodigiosas de la mítica Discosilba, convertida a día de hoy en una especie de almacén inmemorial repleto, por lo que puede intuirse desde el exterior, de cacharrería variada y hasta tumultuaria.
Actualmente, al salir de casa me encuentro como en un callejón sin salida del peor Harlem, como en un desfiladero hacia ninguna parte donde la suciedad y el espanto indiscriminado de los grafitis son el único signo de vida. O casi. Están también los mendigos que duermen bajo las escaleras que conducen a la Plaza de los Patines, donde otros mendigos hacen lo propio exhibiendo uno de ellos, en particular, el ajuar casi completo de la que debió ser su última morada, antes de quedarse en la puta calle. Estoy seguro de que los turistas que entran o salen del Celler Sa Premsa (como yo mismo, porque en ese magnífico celler he vivido numerosas celebraciones familiares) se llevan de Palma una imagen que no sé yo si es la que nos merecemos. Supongo que sí, porque tenemos el alcalde republicano (o lo que sea que sea) que hemos elegido: ajo y agua.